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Fotografía de El Perrete en una actuación
13 de diciembre de 2017

El Perrete de Badajoz, un joven salido de un disco de pizarra

Tenía que ser Casa Patas, su puerta de madera y su letrero de café cantante. Su puerta roja como de casa privada  que da a un rellano estrecho… Un recién llegado nunca adivinaría allí la antesala de un templo del cante y sí un rincón para que se junten los viejos a recordar la vendimia y la astucia de algún insecto agazapado entre las cepas. A esa puerta, la gente que quería entrar tocaba con los nudillos, aunque creemos que había un timbre. Tenía que ser allí porque Francisco Escudero, 25 años y cara de niño, presentaba su primer disco (Quiso Dios), y Perrete de Badajoz, así se apoda, canta tan añejo que uno se extraña de que sus fandangos lleguen limpios al oído, sin el grumillo de los discos de pizarra.

Para entender esa duplicidad de Perrete (que en realidad es de Lanzarote pero de ascendencia extremeña) hay que ir al concierto, grabarlo y luego, al pasar los días, escucharlo. El concierto ocurrió en 2017; la grabación del mismo, en los años 50 o 60. Dentro del tablao, se veían los móviles encendidos, los jerséis anchos y los chalecos plumas (nochecita era de invierno, que diría el Caracol), y las fotos de las paredes que dejaban claro que Camarones, Fernandas o Terremotos pasaron ya, se fueron. Es decir, había señales temporales que te situaban y te amarraban. En cambio, en la grabación, audio sin más, la brújula se vuelve loca. Todo en Perrete suena antiguo: el cante, los jaleos, sus poses y sus pequeños discursos entre palo y palo.

En el Patas se canta a pelo, las primeras mesas están a pocos centímetros del tocaor y el cantaor, que no tiene otra alternativa que tomarse el recital como una confesión. Se oyen las cremalleras de las chaquetas, los culos de los botellines y los oles tímidos y los febriles. No hay, revisando el audio, restos de tecnología. Una belleza.

Tampoco lo hay en la intención del cante de Escudero. Salió al escenario con un café con leche en vaso largo y comenzó, a capela, con unos cantes de laboreo. “Aperaor de bueyeees”,  y entonces esos viejos del rellano que inventamos al entrar ya no se dedicaban a recordar, sino que estaban allá, en su propia juventud, camino de la siembra sobre una mula. Miles de historias así, sobre abuelos y bisabuelos, dan vueltas por la fantasía de los nietos. Abuelos que nunca conocieron y cuya imagen llega pintada de nostalgia y abierta, a la vez, a que uno le añada sus propios adornos. Miles de nietos pensando, por ejemplo, que su ancestro trabajaba felizmente con un tallo de trébol en la boca. Pero Perrete sigue. Se sabía que el cante estaba bien hecho porque esa escena paradisíaca empezaba a destruirse: le salían mellas al abuelo y manchas y rotos en el morral. Estos palos del flamenco no están ahí para inventar imágenes bucólicas, sino para traer el drama (que no la tragedia) de esa gente, y para contar que, a pesar de ello, pensaban en otras cosas: “Esa panaderita cuánto me mira. Esa panaderita me ofrece un bollo y por no sufrir al verla, yo se lo tomo. Y esa panaderita tiene tres nombres: panadera, bonita y María Dolores”. Perrete acabó y se echó a llorar. “Permítanme el que pueda expresarme, el que pueda llorar”, pidió con los ojos inflamados.

Francisco Escudero es puro, pero no viene de estirpe flamenca. Pensándolo bien, quizás es puro por tomar el camino contrario. El Perrete nada hacia atrás en la sangre, parece que quiere crearse en retroceso una genealogía flamenca y ganarse un derecho dinástico. La palabra es dinastía porque, al ver su gesticulación y su compostura en el escenario, se comprende que es de los que sienten el flamenco como una forma de majestuosidad.

Tiene referentes más recientes: “De pequeñito escuchaba a la Caíta, que es una monstrua, una salvaje, y he visto bailar en una losa a Antonio Silva El Peregrino; esa es mi tierra”, contó. Sin embargo, El Perrete nada hacia atrás y pasa por Porrina, por El Gloria, por Menese, por Caracol y El Chocolate; y lo hace, a veces, en un mismo cante. Pasa por ellos como un restaurador de arte. Les sopla un poquito el polvo e intenta de regresarlos limpios.

Junto a la guitarra Manuel Parrilla, interpretó soleás, granainas con fandangos abandolaos, tangos, seguiriyas, mineras… Lo hizo todo con una voz que pasaba del grosor de túnel y el quejío alto al susurro con melismas a lo Porrina, que declinaba, a veces, hacia el Marchena de la fruta colorada.

La vocación performativa del Perrete orbita también los modos de estos cantaores clásicos. Sus oles largos, su posar la mano en la rodilla del guitarrista, su inclinar el oído a la falseta que está sonando y poner caras de deleite mirando al público. Esto ocurría en esas películas en blanco y negro que los millennials somos incapaces de ver enteras: no es sólo un disfrute íntimo, sino un considerar que el presumir-del-placer es un elemento importante de la expresión artística. Perrete da palmas felices con los codos altos como cuando José Menese cierra su petenera en la película de Carlos Saura.

La única muestra de contemporaneidad en él (al menos, sobre el escenario) era el pendiente que le brillaba en una oreja. Eso, y que en la rueda de fandangos con que finalizó el concierto bromeó con mandarle un whatsapp a Porrina. Al terminar, bajó del escenario y, cuando iba camino de la puerta, le pidieron un bis. Perrete se paró y homenajeó al Niño Gloria. Acababa de ponerse sus gafas de pasta.

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